Existe una sola clase de amor, pero hay miles de copias, aseguraba el escritor francés François de la Rochefoucauld en el siglo XVII. Cuatro siglos más tarde, para Semir Zeki, neurobiólogo del University College de Londres: “El desafío es detectar qué determina estas diferentes copias en cada persona”. Cuando amamos a alguien, sea a nuestra pareja, un hijo o a la Humanidad, creemos que es nuestro corazón el mensajero... Pero la pluma, el papel y aun el mensaje están dictados por el cerebro, y nuestro músculo cardíaco es solo eso: fuerza involuntaria, un testigo pasivo.
El primero en retar a duelo al corazón fue el propio Zeki, quien en el año 2000 publicó un estudio, Base neuronal del amor, en el que demostraba, analizando la reacción de voluntarios que veían una imagen de su pareja y otra de un amigo, que el amor se relaciona con la desactivación de ciertas zonas del cerebro que, curiosamente, son las que se activan durante la depresión y la tristeza.
Más tarde, Helen Fisher, bioantropóloga de la Universidad de Rutgers, le dio una estocada al afirmar que los circuitos neuronales de una relación duradera son distintos de los implicados en el amor apasionado propio de las etapas iniciales. En los primeros, la actividad en el pálido ventral (una estructura que se encuentra en los ganglios basales) es mayor. Algo que, señala Fisher, también es evidente en otros mamíferos en relaciones duraderas.
Pero el golpe de gracia le llegó de la mano de Stephanie Ortigue, neurocientífica de la Universidad de Siracusa, quien comparó el cerebro sumergido en el amor apasionado con el del amor maternal y el del amor incondicional. Y lo que Ortigue descubrió ha descorazonado a miles de románticos: cuando nos enamoramos, con la entrega irracional de la pasión lo que domina es, paradójicamente, la razón. Por eso se activan en nuestro cerebro 12 áreas (véase el recuadro), cada una con un propósito. “Emoción, reconocimiento social, memoria autobiográfica”, confirma a Quo la propia Ortigue. “Algunas se activan muy deprisa, sobre todo aquellas que tienen que ver con nuestra percepción de la imagen corporal.”
Y es que, por más que nos resistamos, el amor también entra por los ojos. Un estudio realizado por Daniela Schiller, neurocientífica de la Universidad de Nueva York, señala que las mismas regiones que usábamos hace miles de años para decidir la importancia de objetos de nuestro entorno (la amígdala y el córtex cingulado) son las que hoy nos permiten hacernos una primera impresión de las personas. Y aquí es cuando los científicos se hacen una pregunta: ¿qué hace al amor tan importante como para que un área de nuestro cerebro se adapte, evolucione?
Entre nosotros hay química
La tinta con que el amor se escribe en nuestras mentes está diluida en sustancias químicas. Ellas nos vuelven dependientes, soñadores, osados… Invencibles. Todo comienza con “el disparo pasional”, nos confirma Adolf Tobeña, catedrático de Psicología Médica y Psiquiatría de la Universidad Autónoma de Barcelona: “Primero se activan los esteroides sexuales; preferentemente, los andrógenos. A esos motores se les añade el disparo de los sistemas de dopamina y noradrenalina centrales. Es un cóctel combinado de esteroides sexuales más neurohormonas”. Y es que, como diría Groucho Marx, no hay que confundir amor con sexo. El primero es tan necesario que el hecho de que active las áreas de recompensa de nuestro cerebro permite a muchos neurocientíficos afirmar que se trata de una emoción necesaria para establecer lazos duraderos entre seres humanos.
Para eso, precisan de docenas de neurohormonas, y la que abre el telón es la dopamina. Ella se encarga de enturbiar nuestro juicio, algo que es imprescindible: “Si no idealizáramos a la otra persona, la relación terminaría pronto, o ni siquiera empezaría. Esto, al menos, da una oportunidad”, asegura Pamela Reagan, investigadora del Instituto Tecnológico de California. De hecho, la idealización parece ser vital para mantener las parejas unidas, tal y como demostró una investigación de la Universidad de Texas que siguió la relación de 168 parejas durante una década: “La gente que ve al otro miembro de la pareja como una persona más sensible de lo que es en realidad, tiende a mantener relaciones más duraderas”, asegura el director de la investigación, Ted Huston.
Puede que la dopamina sea la protagonista del amor pasional, pero “la fabricación del afecto y la lealtad duradera”, afirma Tobeña, “requiere la modulación de otras hormonas: serotonina, oxitocina, la prolactina y opioides endógenos. La consolidación de la lealtad, por su parte, está a cargo de la oxitocina y la prolactina. por ejemplo”. Pero para llegar a este último paso, hay un largo camino. Y aparentemente, tiene un orden muy preciso. Y también una razón de ser.
En sus investigaciones, Helen Fisher sugiere que el lazo maternofilial, el amor romántico y la unión duradera en pareja son cruciales desde un punto de vista evolutivo, ya que mamíferos y aves han desarrollado tres sistemas primarios para la seducción, la reproducción y el cuidado de la descendencia, cada uno de los cuales está asociado con un circuito neuronal específico. “Por ejemplo, el apasionado activa el área tegmental ventral, una zona central para los sentimientos de placer y el establecimiento de lazos, ya que está relacionada con la producción de hormonas como la oxitocina, la dopamina y la vasopresina. También se activa la zona que regula nuestras metas: el núcleo caudado”, aclara Fisher.
Para saber si el amor de madre es el primer paso en la evolución hacia el amor de pareja, contactamos con Lucy Brown, doctora en Psicología Fisiológica y profesora de Neurología y Neurociencia en el Albert Einstein College of Medicine de la Yeshiva University de Nueva York y parte del equipo de Fisher: “Muchos psicólogos piensan eso. Nuestra experiencia como padres es muy importante a la hora de establecer una pareja”. Y no solo por eso. También deja huellas a nivel neuronal. Según el antropólogo Gabriel Janer Manila: “En un niño, la afectividad contribuye al desarrollo de ciertas zonas del cerebro. Por eso se ha dicho que sentir el afecto de los demás tiene una función fisiológica, permite la maduración de ciertas neuronas.”
Esta opinión la comparte también Lucy Brown, quien nos asegura: “El cuidado y la atención –por ejemplo, sacar al niño de la cuna varias veces y demostrarle cariño– es importante para la maduración de las áreas temporales. Pero solo sabemos qué ocurre si no lo hacemos, al comparar niños criados en orfanatos con otros que han crecido con sus familias”.
Es extraordinario, pero además lógico, que para que esto sea posible el amor maternal también produzca cambios en el cerebro de los progenitores. Stephanie Ortigue, desde Nueva York, nos confirma que: “La parte del cerebro llamada sustancia gris periacueductal, más activa en aquellos que aman de modo incondicional, es muy importante para reducir el dolor excesivo. Gracias a eso sabemos el motivo por el cual no resulta estresante experimentar este tipo de amor.”
Sexo vs. amor.
Bruce Arnow, profesor de la Universidad de Palo Alto, ha logrado diferenciar las áreas que se activan durante el impulso sexual y el amor. El primero dispara regiones, como la subinsular, el claustrum y el hipotálamo, que durante la conducta romántica están “apagadas”.
Una estrategia evolutiva
Pero estos cambios, ¿son tan importantes? “Cuando a los animales muy sociales se les priva de afectos – señala Tobeña, autor de El cerebro erótico–, hay anomalías hormonales y circuitos neurales con un funcionamiento alterado. Pero no porque se hayan constatado modificaciones anatómicas sustanciales de las áreas cerebrales correspondientes. Seguro que el amor ocasiona cambios neurales, pero también jugar al fúbol, bailar y escuchar música. No sabemos si tiene una importancia mayor que otras experiencias”.
Sin embargo para Helen Fisher y Lucy Brown, sí la tiene. En su trabajo Amor romántico, publicado en Philosophical Transactions of the Royal Society, aseguran que: “El amor apasionado es más que una emoción básica. Esto se ve apoyado por el hecho de que otras zonas del cerebro que se activan no tienen directamente que ver con la producción de hormonas y sí con áreas implicadas en funciones cognitivas complejas, como la atención y el reconocimiento social”. Y es la misma Brown quien nos confirma que: “El amor, como estrategia evolutiva, es una idea que tiene sentido”.
Puede que necesitemos el amor más de lo que pensamos. O al menos eso cree nuestro cerebro, que, según descubrió Beverly Whipple, sexóloga de la Universidad de Rutgers, crea mecanismos compensatorios para proveernos de “estimulos sensoriales sustitutos para reemplazar la estimulación que se nos ha negado”. Así las cosas, no es extraño que Lucy Brown se haya despedido con un ruego: “¡Necesitamos más investigación sobre el amor!”
Por: Por Juan Scaliter
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